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Cuando los ecologistas defendemos la vuelta a los orígenes, la vida natural, en armonía con la Naturaleza, no pretendemos —ahórrense las chanzas— que nuestros hijos vivan con las penurias de nuestros abuelos. Al contrario, se trata de encontrar el punto de equilibrio entre el respeto a la Tierra y el uso racional de sus recursos. Esta es la reflexión que me hago mientras subo en coche desde Villafranca por las estrechas y mágicas carreteras que conducen al corazón de Ancares.

Me pregunto cómo será posible conservar, sin habitantes, este paraíso cuya densidad de población es similar a la de Siberia: detengo el coche en un cruce y contemplo la belleza otoñal del valle del Burbia. No es extraño que Mestre escribiera aquí su Antífona del otoño en el valle del Bierzo.

Me hacía las mismas preguntas en la primavera de 1988, cuando recorrí Ancares a caballo con el fotógrafo Anxo Cabada. Tras subir por Candín y Pereda, hicimos noche en Balouta, donde cenamos el caldo de patatas arruinadas más triste de nuestras vidas. Al día siguiente, desde el techo del Cuerno Maldito se desató el aguacero de Macondo: sin poder montar a Roque y Gitana, calados hasta el tuétano, aún no sé cómo pudimos llegar hasta Paradaseca, donde Maruja y Argimiro nos dieron la posada más acogedora de nuestras vidas.

La aventura se cuenta en El Viaje del Vierzo, que pronto cumplirá 30 años. Cuando se publicó el libro, comencé a trabajar con la casi adolescente Paz Gutiérrez Abella, que luego fue el alma de la serie de televisión Os Viaxeiros da Luz, donde Paz encontró el amor, nuestro cámara Pepe Esteller, que la vida nos arrebató a destiempo. Treinta años queriéndonos no se pueden resumir en una página de periódico, ni siquiera en las artesas digitales o de papel de La Nueva Crónica.

Para dar respuesta a las eternas preguntas, Paz —como buena ancaresa, sembradora de amaneceres— organizó sin hacer ruido una expedición de urbanitas, con sacos de dormir y guitarras, y víveres para pasar aislados todo el invierno. Los privilegiados fueron Antonio, Paula, Manola, José Carlos y uno de Ponferrada, además de Pepe, que nunca falta a nuestros encuentros.

Cuando llegamos a Villar de Acero, Lecio ya había asado el primer tambor de castañas y nos esperaba fabricando un cayado con una vara de avellano. Lecio es Indalecio, el padre de Paz, un personaje: fue verlo en acción y comprender cómo durante siglos y siglos nuestros antepasados se las apañaron para sobrevivir en Ancares, aislados del mundo y sus pompas. Aquí, vanidades pocas.

Aquí, sin embargo, los lujos de la conversación y el afecto. Indalecio, duro de oído, es un contador de historias que debería ser patrimonio de la humanidad. La noche nos fue envolviendo en jornadas de caza, sin desperdiciar un solo tiro, al rececho del rebeco, la liebre o la perdiz, “ya no quedan”, dice apenado; en días de matanza o de cosecha, en anécdotas familiares, la niña que se cae desde el corredor, y rebota. Esa niña era Paz, que ahora despliega sobre la mesa de la casa materna empanadas, bica de Trives y castañas verdellas que pelamos a la rueda, rueda del fiandón.

Los fiadores —con Lecio, como el dios Atlas, sosteniendo sobre sus hombros la bola del mundo de Ancares— somos una improvisada familia de seres humanos que hablan y escuchan. Entre todos, llevamos a cuestas un ictus, dos alzheimer, una leucemia…; dolores que compartimos con abrazos y sonrisas. La aceptación es parte de nuestro pacto con la Naturaleza, cuya energía, en esta cocina de Villar de Acero, se sintoniza en onda corta. A su hora, Lecio se retira “a su apartamento”, avisando que mañana nos espera el soto de castaños.

El paseo cuesta arriba es delicioso, contemplando los peldaños rocosos de la Escaleiriña, que sube desde el río Porcarizas hasta el cielo; quiere y no quiere llover. A la salida del pueblo, un signo de progreso: “Aquí hay cobertura”. Hasta aquí llega la tontuna para certificar que estas gentes siguen en el abandono, sin que la sociedad y las administraciones públicas hayan sido capaces de encontrar una solución equilibrada: disfrutar de las ventajas de la vida moderna sin arrasar el entorno natural y los usos tradicionales, cuya sabiduría estamos perdiendo.

Observo esa vieja sabiduría en Lecio, mientras pañamos todos juntos un buen saco de castañas. Mantiene las costumbres de toda la vida, pero al paisano no le importa sacar una máquina de aire, “un soplón”, y limpiar el soto de hojas y erizos, e incluso de castañas… Es tal la fuerza del soplón que no queda ni un cagaxo.

Indalecio hubiera sido un buen informante para Dámaso Alonso y Valentín García Yebra, que anduvieron por Candín en 1954, también a caballo, estudiando el dialecto gallego-leonés de Ancares, del que Lecio les hubiera regalado mil y una expresiones.

Su forma de vivir nos transmite una lección de vida: no tener título de ningún oficio y saberlos todos —sembrador, recolector, carpintero, albañil, mecánico, herrero, artesano; o médico de urgencias, como la tía Argentina, que atendía a los enfermos del pueblo a cualquier hora—. Conocimiento basado en el tiempo y la experiencia, en saber escuchar el murmullo del agua, que eso significa Villar de Acero (como Ocero, de ‘ausa’, fuente, agua corriente): árbol de agua. Allí donde nace la vida. ¡Arriba las ramas!

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