Un relato de fantasmas y alucinaciones, en edición exquisita de Reino de Cordelia
Para escribir estas líneas sobre la alucinación colectiva de la guerra, he leído antes cuatro libros hermanos. Cuatro sombras blancas caminando a ciegas, encadenadas entre sí, cuatro eslabones de buena literatura que cuelgan como una horca inversa y arrastran al lector a un abismo desconocido.
He leído esos libros sin saber su invisible parentesco. El primero hace treinta años en “el tiempo de la canícula, cuando todo el aire de agosto sopla caliente, envenenado por el olor podrido de las saponarias”. Aquel verano viajé a Comala en busca de mi padre, un tal Pedro Páramo.
El segundo libro, El desierto de los tártaros, me lo regalaron Álida y Jordi en 2012 y lo leí en una isla en marzo de 2013: anoto esas cosas en las inútiles páginas de respeto, donde solo media docena de veces he anotado, como aquí: “Obra maestra”.
El tercer libro es de un amigo periodista, berciano de andar por casa, Carlos Fidalgo, de Bembibre por más señas: El agujero de Helmand. Cayó en mis manos una tarde y lo devoré como se come las uñas un amante ansioso.
El cuarto libro, La Sombra Blanca, lo acabé anoche de una sentada: es de un novelista nuevo, para mí desconocido, una revelación. También se llama Carlos Fidalgo, como el anterior, y ha venido a reclamar su puesto en la literatura. Palabras mayores.
La sombra blanca [Reino de Cordelia, 2015] es una novela tan breve como intensa, escrita en estado de gracia. Es hija de Juan Rulfo y Dino Buzatti, condensa el pulso narrativo de estos maestros y sumerge al lector en un microcosmos asfixiante: Comala, tal vez la Fortaleza de Giovanni Drago a las puertas del desierto de los tártaros, la Roca a orillas del río Helmand tal vez, tal vez una tumba inquietante en algún lugar de Escocia.
La cueva vomita guerrilleros
Dirán que juntar a Carlos Fidalgo con Juan Rulfo y Dino Buzzati es pasión de amigo, pero tengo muchos amigos que escriben libros en cuyas páginas de respeto dejo anotaciones en blanco, y no se enfadan. Reitero siempre que no soy crítico literario: la tarea amable y gozosa de estas Letras Bercianas es compartir libros provechosos, interesantes o placenteros, e invitar a su lectura. Así, La Sombra Blanca es una lectura absolutamente recomendable: no es complaciente ni risueña ni contiene vistas panorámicas desde La Aquiana ni apela al buenismo ni contiene filandones ni se mira el ombligo. El autor, su juventud es un insulto, trasciende la lentitud de los bueyes y nos mete en el uniforme roto y las botas gastadas de un batallón de soldados enfebrecidos por la niebla y los gases mostaza en las trincheras de la Primera Guerra Mundial.
Carlos Fidalgo se documenta con precisión de periodista serio: el río Helmand, por cuyo cauce transita su primera novela, cruza Afganistán, “parece una serpiente desde el aire. Una enorme culebra verde en el desierto (…) donde los afganos cultivan opio (…) y solo hay polvo y viento”. El año 2009, el ejército americano lanzó un ataque masivo en el valle del río Helmand: “La cueva vomita guerrilleros. La cueva de la rabia. Los muyahidines han tomado La Roca. El campamento es un caos. Nos disparan con morteros y granadas, revientan el suelo. Nos ametrallan… «Esto es un puto cementerio», murmura el teniente Myers. (…) Y mientras termino de retirar la tierra que cubre mis huesos, ásperos y secos, descubro que al final sí estoy en el lugar que me corresponde”.
Compare el lector este final de Fidalgo con el final de El desierto de los tártaros: “Giovanni endereza un poco el busto, se ajusta con una mano el cuello del uniforme, echa aún un vistazo al exterior de la ventana, una brevísima mirada, para su última porción de estrellas. Después, en la oscuridad, aunque nadie lo vea, sonríe”.
Y aun con el final de Pedro Páramo: “Después de unos cuantos pasos cayó, suplicando por dentro; pero sin decir una sola palabra. Dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras”.
Es la misma sonrisa de Giovanni la que se desmorona en Comala y la que entierra el teniente Myers; es la misma muerte y el mismo lugar que nos corresponde: un escalofrío recorre la espina dorsal de estos relatos: en La Sombra Blanca, Carlos Fidalgo da una nueva vuelta de tuerca al retrato de Henry James, una historia de fantasmas infernales.
Juego de voces y juego de sombras
De nuevo, como en su anterior novela, Fidalgo se ha documentado con precisión científica, pero “hay algo más. No cierre su cuaderno porque lo más importante no se lo he contado todavía”. Sus descripciones de Escocia y de las tierras del Somme, escenario de una de las batallas más duras de la Primera Guerra Mundial, son excelentes. Pero el mérito del novelista es la creación de una atmósfera opresiva y angustiosa que obliga al lector o lectriz a seguir hasta el final, apurar los últimos posos de esta historia de horror.
Fidalgo “usa las armas de la poesía, el ritmo, la frase corta, el espacio en blanco que separa los párrafos, para darle más intensidad a la narración”, a un relato que es a la vez juego de voces y teatro de sombras, y un cementerio sembrado de pétalos de amapolas:
“—Todo lo que encontraron fue un montón de pétalos, señor.
—¿Pétalos, sargento? ¿De qué diablos me está hablando?
—Señor, hemos pasado revista y no falta nadie.
—Entonces no hay nada de qué preocuparse.
—¿Y los pétalos, mayor?”.
Intuyo que Carlos Fidalgo escribe con cincel. Las frases están cortadas sin piedad: “Tu hijo nunca pronunció una palabra”, “La guerra va a devorarnos. Lo sé”, “El cielo es un cementerio”, “Entonces me vence una arcada. Vomito pétalos”, “Callen y mueran”.
La historia del soldado escocés en su viaje de ida y vuelta a las trincheras va creciendo en dramatismo a medida que descubrimos detalles imperceptibles: una sombra, una ceguera. No les puedo desvelar más, pero atentos al final, digno de Rulfo y de Buzatti: “Cuando me envuelve en el sudario y me besa…”.
Si la guerra es en sí misma una alucinación colectiva de la Humanidad, un enloquecimiento planetario, contar esa alucinación es doloroso, pero necesario. La Sombra Blanca es poesía dura, pero solo mirándonos en el fondo de la fosa podemos comprender el horror de esa alucinación que Carlos Fidalgo ha sabido contar con pétalos de amapola y prosa de otro mundo. Suscribo la opinión de Marta Rivera de la Cruz: «Una novela maravillosa. Atención a este autor, con una de las prosas más interesantes que me he encontrado». Y una nota final: enhorabuena a Jesús Egido por su acierto al apostar por este libro y por el excelente trabajo editorial de Reino de Cordelia.
@ValentinCarrera
Ilustración: Gassed (1918), de John Singer Sargent
Web editorial Reino de Cordelia
Blog de Carlos Fidalgo: Cuatro Lunas
Astorga Redacción: Crítica de Tomás Néstor Martínez Bembibre Digital: Reportaje audiovisual
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