Blog de agosto (3).
A José María Noguerol, “por lo mucho que hemos sido,
por lo que somos y por lo que nos queda por hacer”.
Supongo que andará estos días por Ortigueira soñando atardeceres y escribiendo versos. O escribiendo atardeceres y soñando versos. Allí soñé yo también veranos adolescentes, en el alto de la Magdalena, cuando el famoso festival ni siquiera había comenzado a germinar en la mente de Xavier y Ula.
Ula, tropical y esquiva, como tú y yo, cosecha del 58, la más inteligente del curso de bachillerato, algún día habrá que recuperar el hilo de los panfletos escondidos en Compostilla.
Supongo que andará por Ortigueira, os decía, un poeta lento y maduro, reposado, anarquista de la primera hora de lucidez compartida, cuando en Compostela los coches aparcaban en el Obradoiro y los discípulos de Nietzsche, adoradores nocturnos de Sartre y otras sectas estudiábamos filosofía en la facultad de Fonseca, sí, la que mandó construir el arzobispo Alonso III de Fonseca en 1522, cuyas aulas y claustro plateresco se nos caían encima durante las clases luminosas de Guillermo Domínguez.
Un crack Alonso de Fonseca, hijo del arzobispo anterior y de su prima María de Ulloa, señora de Cambados. Lo dice la Wikipedia, que está escrita por ilustrados rojos, como todas las enciclopedias, salvo la Espasa que era más de derechas. Ser hijo de un arzobispo, mola. Y que el hijo de un arzobispo suceda a su padre, con la bendición del Papa Alejandro VI, es toda una declaración de principios, el modelo de Baltar en la diputación de Ourense y de todos los baltares sucesorios que privatizan lo público. ¡Qué iba a decir el Papa Borgia, que era un gran follador vaticano y tuvo unos cuantos hijos, entre ellos, César Borgia! La Santa Madre nos guía y nos inspira.
A lo que iba, poeta reposado de Ortigueira: releo tus versos —Estío de cenizas, con el fantástico paisaje de Lugrís en la portada— en la mañana lluviosa de agosto y me producen el desasosiego de un cambio climático emocional. Ha muerto Passolini. Loado sea Pessoa.
“Si la acuarela suave del sueño, si el amor se interpretara y me quisieras tanto por vez primera”.
“Tengo una mesa de papeles escrita en el nogal del padre, tengo la mesa del olvido. Tengo una mesa en las esquinas del pensamiento fino de pereza cuando de niño veía tu sonrisa”.
“Cuando apareces yo desvanezco”.
“Bajábamos lentitud y disciplina por los gastados dientes de mármol…”.
“Por qué han pasado treinta años”, te preguntas, poeta, y aun cuarenta: “Hasta en tus caderas perdido buscaba la noche. La noche nos descubrió, ya éramos amantes: Te quiso por la longitud / te quiso por tus silencios / por tu mirada desdentada / te quiso hace mucho tiempo, / como el incierto fragor / de una escapada”.
Cada página, cada poema de Estío de cenizas es otra vuelta de tuerca en la soga del ahorcado emocional y la de sus compañeros de viaje —“soledad sí pero tú nunca”—; una llamada de auxilio vital, que no podrá ser dicha por wasap.
“Su victoria contra el tiempo —escribe Ana María Moix sobre los poemas de Noguerol— consiste en entregarnos fragmentos de una vida que nunca llegaron a desvanecerse en lo pretérito, que nunca dejaron de ser (ser con nervio y sentimentalidad) presente, que nunca dejaron de doler y reír, de temer y amar”.
El poeta escribe cuando va y viene por los andenes del Noroeste, pero su verdad se destila en las mañanas claras de Ortigueira, en los atardeceres que evocan las piernas que pegaste a la muñeca triste de la infancia, y en las noches en las que “faltan lágrimas / las lágrimas que me despejaste / en cristal rápido de copa atragantada”.
¿Te acuerdas, querido amigo?
Noguerol, José María, Estío de cenizas, Hora Antes Editorial, 2017.
Foto: Monasterio de Caaveiro, de Urbano Lugrís, 1950, Colección ABANCA.