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El jueves estuve vendimiando en Corullón, en el paraje del Ferro, cerca de la Peña del Seo, donde la mirada domina todo el valle del Bierzo: un lujo. Es verdad que fui con zapatos limpios, pantalón de tergal, camisa de Coleta-morado, gafas de sol y visera de Fórmula 1: lo que se dice un auténtico vendimiador.
Bajo el disfraz urbanita iba el vendimiador que fui de niño, sucio de tierra y mosto, bendita suciedad que lavaba al día siguiente el primer rocío de la mañana. Recuerdo con nitidez ir con el abuelo Samuel en un carro de vacas a las viñas de San Román, hoy transformadas en polígono industrial. Saqué cestos en Rimor, donde la nueva tolva de la cooperativa fue un acontecimiento: allí descargaban los últimos carros de vacas y los primeros tractores, y con la uva, limpia o podrida, volcaban tierra, abono animal si la pareja andaba suelta, y agua de lluvia si arreciaba una tormenta. Pisar la uva en el lagar era un trabajo penoso, quiero decir una fiesta, como toda la vendimia, trabajo duro de sol a sol, todos éramos sin papeles, a jornal, pañuelo anudado en la cabeza, bota al fresco y navaja al cinto.
Han pasado cuarenta años: la tolva está en ruina, como la casa familiar; ya no hay vacas ni lagares ni abuelos, y los niños y niñas de hoy no conocen el sabor de un racimo comido a mordiscos. En el pago La Faraona, una cuadrilla corta cada racimo, uno por uno, con tijera de podar, limpia hasta la última uva defectuosa y coloca los gajos en jaulas azules con delicadeza, como huevos o perlas de mosto. Nunca se vieron uvas tan mimadas ni vendimiadores como los Palacios, Ricardo y Álvaro, pura vocación, sensibilidad y conocimiento profundo de la tierra y del oficio. Han rescatado lo mejor de nuestros abuelos: la sabiduría de la tradición y el aprendizaje del tiempo, y están poniendo los cimientos de la primera bodega del siglo XXII en el corazón del Bierzo.

La Nueva Crónica, 27 de septiembre de 2015