—¿Qué tal la noche de Halloween?
—Bien, pero estaba lleno de niñatos y chiquillería.
Quién así contesta aún no ha cumplido los diecisiete y hasta ayer por la tarde usaba pañales, pero debe de ser tanta la distancia recorrida que desde su atalaya adolescente los de ESO y 1º de Bachillerato le parecen chiquillería. ¡Cómo empujan! ¡Qué prisas por llegar a las arrugas!
Nuestras hijas e hijos nos empujan y nosotros empujamos a nuestros padres, que viven su edad dorada y sus achaques sin meterse con nadie y sin prisas. Donde otros damos acelerones, ellos conducen al ralentí.
¿Por qué esta urgencia de pasar página antes de tiempo? No tenemos el control del reloj; si acaso está en manos de Dios, lo lleva a su manera y lo explica poco: a veces se lleva a niños sanos y otras se olvida de personas con la vida agotada. Es incomprensible: por eso se inventó la fe, para tapar las grietas de la razón.
Con fe o con razón, la pregunta existencial es la misma, ¿por qué estas prisas por apurar la vida? El Corte Inglés adelanta la Navidad y los telediarios de la noche anticipan las noticias de mañana, que ya son viejas cuando amanece, como son viejos antes de estrenarse los móviles y los wasaps sin dos rayitas. Si no has leído y contestado compulsivamente en el instante, estás fuera de fuego.
Cuando mi madre se jubiló, después de una vida entera como maestra de párvulos, decía doña Hortensia: “¡Qué rápido se me han pasado estos cincuenta años! ¡Ha sido un santiamén!”. Tal es la existencia, la suya, la mía y la de mi hija de diecisiete, que se cree mayor y mira a los de quince como niñatos: un santiamén. Pura teoría de la relatividad descrita por Einstein Campoamor: “Las hijas de las madres que amé tanto, me besan ya como se besa a un santo”.
Esta noche no me disfrazo porque a partir de cierta edad uno va vestido de Halloween todo el año; pero no empujéis, niñatos, ¡dejadnos vivir nuestro santiamén sin prisas!
La Nueva Crónica, 1 de noviembre de 2015