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La noche siempre era una aventura en la discoteca 3A de Orense, donde Rouco pedía dos cuantreaus con hielo para hilvanar la conversación que era de ilusiones y esperanzas, de fraternidad y sentimientos cercanos. Pocas veces un corazón ha estado tan cerca de otro corazón, y fuera hacía frío.

Entonces las discotecas alternaban la música disco con los temas lentos: de pronto, comenzaba a sonar una voz melódica, las esferas psicodélicas cesaban, bajaban las luces y el volumen, y la pista, a medida que se iba haciendo íntima, se vaciaba. Comenzaba un cortejo –no muy distinto del que vi de niño en las fiestas del pueblo: las mozas sentadas aguardaban, los chicos merodeaban como cazadores en celo. ¿Te apetece bailar?

Bailar lento era sinónimo de prohibido -¡estaba todo tan prohibido!-, permitía la cercanía del pecado, sentir entre tus brazos otro cuerpo que intuías cálido, sentir la respiración de alguien desconocido, que te llevaba o se dejaba llevar, que te apretaba o se dejaba apretar, que te ponía pleitos y distancias.

Aquella noche el disck-jockey pinchó en uno de los dos platos el vinilo donde Joan Manuel Serrat canta Lucía. Una chica de maneras suaves, media melena, expresión dulce y acento italiano aceptó bailar conmigo. De modo que, por hacer migas -quiero decir, poseído por la pasión del sexo que entonces se decía ligar, toda una vida peleando con los eufemismos-, acerté a preguntarle:

-¿Cómo te llamas?

Lucía.

Serrat cantaba: “No hay nada más bello que lo que nunca he tenido; nada más amado que lo que perdí. Si alguna vez fui bello y fui bueno, fue enredado en tu cuello y tus senos”. Se dejó estrechar suavemente, nos dejamos acariciar cuerpo a cuerpo y ya hacía tiempo que había acabado la canción –para siempre nuestra canción- cuando Lucía me dio el primer beso.

El segundo fue dulce como la noche que ahuyentaba la despedida. Era el último día de curso antes de las vacaciones de Navidad y la estudiante Lucía regresaba a casa, de modo que prolongamos un único beso interminable hasta el amanecer y, envueltos en la niebla –los harapos de niebla del Miño que rondan la tragedia de A Esmorga-, la acompañé hasta el autobús, que salía rumbo a Vigo a las ocho de la mañana.

Ni siquiera sabíamos nuestros teléfonos, apenas su nombre y el mío, la certeza de no volvernos a ver: no pudimos despegar los labios y acabamos sentados en los asientos 42 y 43 del coche de línea Orense-Vigo. Cuando llegamos a Vigo aún duraba el beso de la despedida; ni que decir tiene que nos llamó varias veces la atención el conductor. Y también una señora algo envidiosa.

Entonces fuimos amantes y vivimos nuestra historia de amor, la más hermosa y dulce, como todas las historias de amor hermosas y dulces. Lucía era inagotablemente sensual. “La más bella historia de amor que tuve y tendré”.

Durante veinte años nunca dejamos de vernos, de llamarnos, de querernos, y cada año, por Navidad, recordábamos entre risas nuestro primer beso bailando a Serrat en la discoteca 3A de Orense. Hasta que una Nochebuena no contestó al teléfono; tal vez tuviera guardia, de modo que llamé al hospital donde trabajaba. Oí que la llamada rebotaba en la planta del hospital como una pesadilla, “preguntan por Lucía”, hasta que una compañera tuvo valor: “Lucía murió ayer de un derrame cerebral”.

Lucía Maggi. Nunca he querido borrarla de mi agenda. Nunca más volví a tomar Cointreau con hielo. Nunca volví a la discoteca 3A. Nunca se lo conté a Rouco. Ni a nadie.