—¿Qué vas a hacer estos días de vacaciones? —pregunto al amigo, cuya ancha frente anuncia sabiduría (“…y besarte la noble calavera”, cantaba el poeta)—.
—Voy a dedicarme a limpiar la casa a fondo, a tirar todo. Tiramos muy poco. Hay cosas que creías que habías tirado y de repente vuelven a aparecer ahí, riéndose de ti y del tiempo.
Una vez satisfechas las necesidades básicas —comer y abrigarse, decía Thoreau—, el sistema, si es que existe tal cosa, necesita para su supervivencia, que no la nuestra, producir y vender, vender y producir los miles y millones de objetos superfluos que atiborran nuestras casas. Nuestros enormes cascarones de cemento, entre cuyas paredes nos aislamos de la Naturaleza.
—Voy a tirar todo —añade la voz amiga, mientras un vino joven de Toro, un lujo diría Thoreau, reverbera en las altas copas de fino cristal.
Recuento la cristalería acumulada en casa, que nunca uso, y me sobran más de cien vasos y copas de todos los tipos y tamaños. Con estas dos copas que compartimos hoy, acaso media docena, las necesarias para una velada, es suficiente. Me sobran también miles de libros que hace años, ¡pero muchos años!, que no abro ni abriré en otro medio siglo, y apenas sirven para acumular polvo. El miedo escénico, el miedo al vacío, hace que llenemos nuestras paredes de cuadros, ni un centímetro visible, que se colmaten los armarios de toallas y sábanas sin estrenar, por si algún día aparecen de visita los diez mil guardias civiles “…de Cataluña vengo, de servir al rey”.
Es conocido que Thoreau se retiró en 1845 a vivir en una cabaña que él mismo construyó a orillas de la laguna Walden: una cabaña de trece metros cuadrados y solo tres sillas “para no recibir más que a dos personas a la vez”. Allí vivió feliz dos años en «pobreza voluntaria»; y cuando regresa a la civilización, se considera “un residente temporal”.
Hacer una cabaña en la Naturaleza —desde Tarzán a Robinson Crusoe— es una de las primeras fantasías infantiles: yo he enramado cabañas siendo niño, con mis primos Paco y Tomás Vega, pastoreando en los prados de San Román de Bembibre; y vivacs donde pernoctar bajo las estrellas, en las acampadas. Mis hijas crecieron en un bosque de carballos centenarios, jugando incansables en su casita de madera, construida entre las ramas del roble más alto y amoroso, la casita que hoy habitan los mirlos saltarines que escucho mientras escribo.
Un ejército de arquitectos, aparejadores y albañiles nos persigue como una pesadilla; una legión de vendedores de ladrillos y sacos de cemento nos asedia desde que llegamos a la mayoría de edad; un tsunami inmobiliario nos intimida y nos complica la vida: “Los granjeros de Concord —escribe Thoreau— tardan treinta o cuarenta años para llegar a convertirse en propietarios reales de sus granjas”. Y cuando han terminado de pagarlas, añade, descubren que los gravámenes sobrepasan el valor de la granja, o de la casa. ¿A cuántos de nosotros nos ha pasado lo mismo? ¿Cuántos años de tu vida (“el costo de una cosa es la cantidad de vida que hay que dar a cambio de ella”) estás dispuesto a pagar por ese cascarón de ladrillos y cemento? O por un brazalete de oro, o por un coche de alta gama.
¿Y si no fuera necesaria una casa “tan” grande, ni tantos objetos llenando los armarios? “Simplificad, simplificad —dice Thoreau—. Lo que poseemos nos posee”.
A finales de la década de los 90, la activista inglesa Sarah Suzanka inicia el movimiento The Not So Big House (Una casa no tan grande). Miles de arquitectos y particulares se han sumado desde entonces al proyecto de construir su propia tiny house, una verdadera y confortable cabaña de apenas 49 metros cuadrados, incluso con ruedas, transportable. Una casita de madera, fácil de calentar, como las que he visto en Ushuaia, donde soportan temperaturas polares [indaguen en la web y se sorprenderán: hay todo un movimiento mundial de casas pequeñas increíbles y maravillosas].
Mis amigas alemanas Petra y Luciana Hoffman, bercianas de adopción, están construyendo estos días su tiny house en la Costa da Morte de Galicia, en la aldea de Panches, cercana a Camariñas, frente al mar. En su Facebook puede verse el proceso de creación, porque es una sutil obra de arte: “Lo pequeño es hermoso”.
Y otro modo de vivir es posible. Económica, cálida, la tiny house de Petra y Lucy es un verdadero hogar donde no hay lugar para cosas superfluas. El problema de las viviendas enormes se convierte en drama en nuestras ciudades envejecidas y solitarias, en las que millones de personas se sienten atrapadas entre cuatro paredes, literalmente.
Muchos, si pudieran renovar el caparazón como algunos animales, cambiarían su cárcel de ladrillo, condenados a la pena perpetua de limpiar el polvo de su pasado, por una nueva camisa, por una sencilla tiny house rodante, un verdadero lujo en el que espero y deseo que Petra y Luciana sean muy felices. ¡Arriba las ramas!
Leer en La Nueva Crónica
Para saber más:
Movimiento Pequeñas Casas
Sarah Suzanka: The Not So Big House
Galería: 65 tiny houses
Ver la tiny house de Petra y Luciana en Facebook: