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MARTA PRIETO SARRO, La Nueva Crónica, 12 de mayo de 2018.

Por una razón a la que no es ajena el amor que mis padres tenían por su paisaje y sus gentes, siempre me ha encantado el Bierzo. Que es el mismo que a Valentín Carrera le gusta escribir con uve, Vierzo, usando una grafía antigua y persistente que seguramente le recuerda a aquellos tiempos del siglo XVIII en que fue provincia con capital en Villafranca. Así que, cuando me destinaron al instituto Álvaro de Mendaña, hice la maleta y escapé a buscar casa en Ponferrada, algo que resultó más difícil de lo que a primera vista parecía.

Aquello fue hace exactamente 30 años y, para qué vamos a engañarnos, bercianos y leoneses (o sea, los demás) vivíamos en ondas diferentes que interferían poco unas con otras. Siempre he sabido que aquel curso (que habría de ser único) pasado en el Bierzo fue un regalo en todos los sentidos. Tardes de campo por el Bierzo, unos compañeros fantásticos en aquel instituto junto al que aún se conservaba alguna huerta de pimientos y en el que descubrí aquellas remotas las islas del Pacífico exploradas por un navegante de Congosto, el pulpo con cachelos de casa Cubelos.

Un año de juventud plena y feliz en el que me salieron al paso Luis Gómez Domingo, Miguel Yuma, Andrés Viloria, Antonio Pereira, Ana Gaitero, Arturo Nogueira o Valentín Carrera. Algunos habrían de quedarse para siempre y, en cualquier caso, todos (y muchos más) incorporados a ese paraíso que es la memoria. Fue, también exactamente, el año en que Valentín Carrera y Anxo Cabada realizaron, cabalgando a lomos de la yegua Gitana y el caballo Roque (por Rockefeller, no por el santo del perro sin rabo), un viaje por el territorio berciano que se plasmaría en un libro, El Viaje del Vierzo.

Recuerdo perfectamente la portada: una vieja persiana azul, un cubo de ceniza y una escoba hecha de escobas. Y aquella sensación, mientras leía, de estar descubriendo, a través de los ojos de un fotógrafo y un escritor, una tierra que desconocía y que se manifestaba amable, recia, legendaria, cálida, generosa o extravagante a partes iguales en su geografía, en sus gentes, la inercia de sus costumbres, las divisiones administrativas absurdas o la peculiar manera de asomarse al mundo.

La constatación de que El Viaje del Vierzo no era en modo alguno una invitación a un viaje real donde nada sería ni igual ni semejante sino una invitación para disfrutar de la literatura de la mano de un excelente escritor que manejaba estupendamente bien la ironía y que en su manera de usar la palabra demostraba que había leído mucho. De la primavera del 88 a la de hoy han pasado treinta largos años. Valentín Carrera siguió y sigue usando el viaje como recurso literario. Pero por lejos y exóticos que hayan sido sus viajes (Gran Sol, la Bretaña francesa, Portugal, San Andrés de Teixido, la Antártida, Irán…), me parece que la reedición de El Viaje del Vierzo en la colección Breviarios de la calle del Pez que mantienen la Diputación de León y el Instituto Leonés de Cultura es para él un motivo de felicidad. Y una suerte para todos. Una excusa perfecta para una relectura que, estoy segura, dará mucho de sí. Lo único que asusta un poco es la realidad incontestable de que, efectivamente, se han pasado treinta años. Los mismos que por entonces tenía Valentín.