Quizás este mail lleve dos años de retraso o dos décadas, quizás llegue en el momento oportuno. Nunca lo sabremos. Disculpa si te faltó en algún momento, y tal vez echaste de menos, la palabra amiga, el abrazo afectuoso, la pena compartida. Mi larga ausencia ha sido, sin embargo, la del testigo silencioso de tu dolor, con el corazón sobrecogido.
En fin, querida amiga, en los últimos años he aprendido a no juzgar y cada día me cuesta más opinar sobre las personas cercanas; no me corresponde -ni a nadie- valorar esta o aquella conducta. Yo mismo he sido víctima de ese tipo de comportamientos y sé lo profundamente injusto que es ser juzgado.
Nada está siendo fácil; pero ¡tenemos tantos motivos para alegrarnos y ser felices! Pienso en tus días en las tierras de ron y caribe, y veo las caras de felicidad de aquellas gentes sencillas, que viven con lo puesto y en el día a día.
¿Qué extraños dioses se han confabulado para complicarnos la existencia? Mi pelea hoy es ésta: descomplicar, borrar tareas inútiles de la agenda, anular compromisos pardos, des-comprar comprar absurdas, tirar las basuras acumuladas antes de que el futuro tire a la hoguera las carpetas polvorientas, que ni yo mismo abro desde hace ¿décadas, siglos?
En este camino de vuelta al origen, disfruto de las cosas que no cuestan dinero: un paseo, un atardecer, una conversación, una lectura, unas risas, un juego con niños, un rato con los amigos. Sobre todo, los amigos y las amigas.
Me gustaría verte más pronto que tarde y abrazarnos, y dejar que la conversación se adueñe de la tarde. Tú me recordarás que tengo contigo una deuda pendiente, la novela sobre Japón; y yo te recordaré algún verso de Cernuda, por ejemplo, el duro poema, «La familia»:
¿Recuerdas tú, recuerdas aun la escena
A que día tras día asististe paciente
En la niñez, remota como sueño de alba?
El silencio pesado, las cortinas caídas,
El círculo de luz sobre el mantel, solemne
Como paño de altar, y alrededor sentado
Aquel concilio familiar, que tantos ya cantaron,
Bien que tú, de entraña dura, aún no lo has hecho.
Era a la cabecera el padre adusto,
La madre caprichosa estaba en frente,
Con la hermana mayor imposible y desdichada,
y la menor más dulce, quizá no más dichosa,
El hogar contigo mismo componiendo,
La casa familiar, el nido de los hombres,
Inconsistente y rígido, tal vidrio
Que todos quiebran, pero nadie dobla.
Presidían mudos, graves, la penumbra,
Ojos que no miraban los ojos de los otros,
Mientras sus manos pálidas alzaban como hostia
Un pedazo de pan, un fruto, una copa con agua,
y aunque entonces vivían en ellos presentiste,
Tras la carne vestida, el doliente fantasma
Que al rezo de los otros nunca calma
La amargura de haber vivido inútilmente.
Suya no fue la culpa si te hicieron
En un rato de olvido indiferente,
Repitiendo tan sólo un gesto trasmitido
Por otros y copiado sin una urgencia propia,
Cuya intención y alcance no pensaban.
Tampoco fue tu culpa si no les comprendiste:
Al menos has tenido la fuerza de ser franco
Para con ellos y contigo mismo.
Se propusieron, como los hombres todos, lo durable,
Lo que les aprovecha, aunque en torno miren
Que nada dura en ellos ni aprovecha,
Que nada es suyo, ni ese trago de agua
Refrescando sus fauces en verano,
Ni la llama que templa sus manos en invierno,
Ni el cuerpo que penetran con deseo
Dos soledades en una carne sola.
Ellos te dieron todo: cuando animal inerme
Te atendieron con leche y con abrigo;
Después, cuando creció tu cuerpo a par del alma,
Con dios y con moral te proveyeron,
Recibiendo deleite tras de azuzarte a veces
Para tu fuerza tierna doblegar a sus leyes.
Te dieron todo, sí: vida que no pedías,
y con ella la muerte de dura compañera.
Pero algo más había, agazapado
Dentro de ti, como alimaña en cueva oscura,
Que no te dieron ellos, yeso eres:
Fuerza de soledad, en ti pensarte vivo,
Ganando tu verdad con tus errores.
Así, tan libremente, el agua brota y corre,
Sin servidumbre de mover batanes,
Irreductible al mar, que es su destino.
Aquel amor de ellos te apresaba
Como prenda medida para otros,
y aquella generosidad, que comprar pretendía
Tu asentimiento a cuanto
No era según el alma tuya.
A odiar entonces aprendiste el amor que no sabe
Arder anónimo sin recompensa alguna.
El tiempo que pasó, desvaneciéndolos
Como burbuja sobre la haz del agua,
Rompió la pobre tiranía que levantaron,
y libre al fin quedaste, a solas con tu vida,
Entre tantos de aquellos que, sin hogar ni gente,
Dueños en vida son del ancho olvido.
Luego con embeleso probando cuanto era
Costumbre suya prohibir en otros
y a cuyo trasgresor la excomunión seguía,
Te acordaste de ellos, sonriendo apenado.
Cómo se engaña el hombre y cuán en vano
Da reglas que prohiben y condenan.
¿Es toda acción humana, como estimas ahora,
Fruto de imitación y de inconsciencia?
Por esta extraña llama hoy trémula en tus manos,
Que aun deseándolo, temes ha de apagarse un día,
Hasta ti trasmitida con la herencia humana
De experiencias inútiles y empresas inestables
Obrando el bien y el mal sin proponérselo,
No prevalezcan las puertas del infierno
Sobre vosotros ni vuestras obras de la carne,
Oh padre taciturno que no le conociste,
Oh madre melancólica que no le comprendiste.
Que a esas sombras remotas no perturbe
En los limbos finales de la nada
Tu memoria como un remordimiento.
Este cónclave fantasmal que los evoca,
Ofreciendo tu sangre tal bebida propicia
Para hacer a los idos visibles un momento,
Perdón y paz os traiga a ti y a ellos.
[Foto: Anxo Cabada]