Cuando Stendhal regresó a Florencia encontró todo cambiado.
Acudió al museo Uffizi. En la entrada le recibió un gran óleo de Emilio Pucci: una mujer descamisada insinuaba sus curvas. En la galería del Quattrocento, admiró los óleos a la seda de Roberto Cavalli. Sobre una escultura de Missoni, con abrigo de Max Mara, colgaba un bolso de Prada.
Demoró la mañana ante los paisajes interiores de Intimissimi, pintor morboso y detallista que se recreaba en la perfección de braguitas y sujetadores sobre vírgenes de otro siglo. El encaje salmón o negro sobre la piel bronceada, producía un excitante contraste que Stendhal, próximo a la erección, vivió como un síndrome nuevo.
En la galería del Cinquecento saboreó los bodegones textiles de Armani y Valentino, las piezas únicas de Zara, impresionista gallega instalada en la ciudad al calor de Carlos V. Un cazador pintado por Gucci, inspirado en Cosme de Medicis, presidía la sala noble. En la capilla, cinco mármoles de Carrara, con cinturones de Miu-Miu, zapatos de Salvatore Ferragamo y medias de Calzedonia, mostraban la talla inconfundible de Patrizia Pepe.
Anonadado por tanta belleza, Stendhal paseó a orillas del Arno. Las calles de Florencia estaban animadas. En la vía del Calzaoulli, un escaparate de Leonardo ofrecía bagatelas navideñas: dos Giocondas y tres Últimas cenas. Miró sin interés los modelos de Vasari y Bronzino, y con desdén un par de cúpulas de Brunelleschi muy artificiosas.
Se detuvo en la tienda más frecuentada por adolescentes, el todo a cien de Botticelli, lleno de flores y primaveras. En el Mercato Nuovo, junto al Porcellino, Galileo ofrecía a los turistas contemplar las estrellas a través de un extraño aparato. Pendejadas.
En la piazza della Signoria, la policía se llevaba preso a Miguel Ángel, acompañado de dos efebos desnudos. “Un corruptor de papas y menores”, pensó Sthendal, mientras pasaba su tarjeta VISA por el perfecto culo de David, el chapero más famoso de Florencia.