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Esta crónica se autodestruirá en diez, ocho, nueve horas…, en cuanto el Chief Counting Officer de Escocia proclame los resultados definitivos del referéndum, a la hora del desayuno en Canarias, una hora más en el resto del territorio español según la Constitución del 78. A la hora exacta en la que un penalti en el último minuto puede alterar el resultado y dejar desfasado y hasta ridículo lo que aquí, y en mil crónicas más, se diga. Es preciso, pues, escribir aquello que pueda sostenerse igual ahora y al amanecer del viernes 19S, aquello que los lectores lean sin regusto amargo, con la sensación de que en Escocia han ganado la convivencia y la democracia, pues ésa es la única batalla que como ciudadanos nos interesa.

Ni Salmond ata con longanizas ni caben las amenazas de Cameron sobre la catástrofe que nos acecha si cinco millones de europeos escoceses abandonan el barco británico, un buque con muchas vías de agua. No muere un gatito cada vez que alguien vota SI o NO, y los niños que hoy he visto yendo al cole, irán igual al cole mañana tan campantes, y los pozos de petróleo seguirán bombeando sin pestañear.

El barco que pilota el almirante Cameron se parece al Britannia, el yate real, símbolo el que más entre los muchos que los ingleses lucen con orgullo. Símbolo de un pasado glorioso, si prescindimos del horror y de las sombras, «del egoísmo organizado de las naciones» que describe el Nobel Rabindranath Tagore en su libro Nacionalismo, muy oportuno y recomendable. Como el Imperio Británico, el Britannia está hace tiempo varado (técnicamente atracado, pero es una vieja sirena con lorzas de nostalgia) en el puerto de Leith, en la bahía de Edimburgo que, aunque no lo parezca, más allá de la niebla, tiene mar.

El Britannia es el «Deus nos libre de un xa foi» que decía el nacionalista gallego Vicente Risco: un pasado glorioso oxidándose en un muelle triste y gris para que correteen los niños por los camarotes y los japoneses se hagan selfies patéticos.

Quizás a esta altura el lector ya ha entendido mi resumen de la jornada escocesa, un día D de calma chicha, gris plomizo, sin incidentes, con la respiración contenida hasta el rabo todo es toro, convertido en postal para «turistas» políticos llegados desde Cataluña, Galicia (con Xavier Vence, líder del BNG a la cabeza), Quebec, Tíbet, mapuches chilenos y un joven de Papúa, que ante mi sorpresa me explicó que venía a defender la independencia de su isla frente a Indonesia.

El clima de lo que está pasando aquí se mide mejor por el eco que tiene fuera, por la caja de Pandora de los nacionalismos y las luchas por la independencia en todos los rincones del mundo. El problema, piensan algunos como Rajoy, no es lo que pase o deje de pasar en Escocia -básicamente, normalidad- sino que cunda el ejemplo en Bilbao y en Baviera.

El problema que mira hacia el futuro es tener al Titanic británico a punto de colisionar con una plataforma petrolífera del Mar del Norte, sin que el almirante Cameron conozca otro rumbo que atracar en el muelle de Leith y convertirse como The Queen en selfie o en reliquia decimonónica. Alguien ha decidido que en el siglo XXI debemos preguntar a la tripulación si desea seguir remando al servicio de Su Majestad: en Escocia esta noche dos millones de europeos han dicho que SI y otros dos millones han dicho que NO. ¿Cambiamos el rumbo o hundimos el barco? Es lo malo que tiene esta manía de preguntar.

@ValentinCarrera

El Semanal DigitalGalicia Confidencial, Radio Galega y blog Tornarratos publican en exclusiva las crónicas de Valentín Carrera, enviado especial a Edimburgo con motivo del referéndum de independencia de Escocia.