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«Por fortuna, aún quedan románticos que se ocupan de que el olvido no borre completamente la huella de nuestros grandes hombres, aquéllos que de verdad trazaron un camino partiendo de la nada a la que volvieron luego».

Eclipsado por dos conmemoraciones de más enjundia, la del V Centenario del nacimiento de Santa Teresa de Jesús y la de los 400 años de la publicación de la segunda parte del Quijote, el segundo centenario del nacimiento del escritor Enrique Gil y Carrasco, el gran novelista del romanticismo español (y para algunos el pionero de la novela histórica en este país), habría pasado desapercibido de no ser por el esfuerzo del escritor Valentín Carrera, berciano como Enrique Gil, quien sin apenas ayuda institucional se ha empeñado en que el bicentenario del autor de El señor de Bembibre o de Bosquejo de un viaje a una provincia del interior deje su huella, si bien no sea muy sonora. La publicación de la obra completa del gran narrador romántico, muerto prematuramente como muchos de sus compañeros de movimiento y estilo, pese a lo cual dejó una gran producción escrita, y la celebración de un congreso internacional en el mes de julio en El Bierzo, donde nació, son los dos hitos con los que Valentín Carrera se ha propuesto rescatar del olvido institucional la figura y la obra de su antepasado.

Para los que también se hayan olvidado ya del autor que se estudia en los libros de texto junto a Espronceda – su mejor amigo -, Gustavo Adolfo Bécquer, Larra o Rosalía de Castro, recordaré que Enrique Gil y Carrasco fue el narrador en un movimiento que se caracterizó sobre todo por el cultivo de la poesía. El Señor de Bembibre, su novela más famosa, adornada de todos los ingredientes del Romanticismo europeo: el medievalismo histórico, la presencia de la naturaleza, la melancolía y el misterio (en este caso, el de los templarios, una orden militar que desaparece definitivamente en el tiempo), está considerada la obra cumbre de un movimiento y de un escritor cuya vida, por lo demás, fue también un ejemplo de romanticismo. En sólo treinta y un años, que fueron los que vivió, a Enrique Gil le dio tiempo a escribir una obra considerable, a viajar por España y Europa, a aprender varios idiomas, a trabar amistad con Humboldt y otros prohombres de su tiempo, a participar activamente en la vida política y literaria españolas y a ejercer como diplomático en la legación de nuestro país en Berlín, donde murió de tuberculosis y fue enterrado (en el cementerio de Santa Eduvigis) y donde sus restos permanecieron en el olvido durante años demostrando eso que dice Valentín Carrera, su valedor, de que morir lejos de casa es hermoso pero triste.

Por fortuna, aún quedan románticos como éste que se ocupan de que el olvido no borre completamente la huella de nuestros grandes hombres, aquéllos que de verdad trazaron un camino partiendo de la nada a la que volvieron luego.

[El País, 16 de junio de 2015]