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Las historias no contadas se perderán como lágrimas en la lluvia, de modo que esta primavera propuse a mi padre, Tomás, 93 años, acercarnos una mañana de domingo hasta Rodanillo, el pueblo de los carros, la casa natal de su padre Samuel, de sus abuelos y de sus bisabuelos…

Fue enfilar la recta de Almázcara y comenzaron a brotar los recuerdos como amapolas en los trigales.

—Ahí tenía Samuel unas viñas, ¿recuerdas que veníamos a vendimiar? —le pregunté al pasar por las laderas de Cobrana. Mi padre asintió con la cabeza y sonrió—. Y aquí había una cantera de cuarzo… que yo vine una vez con el abuelo y conservo un trozo de roca con puntas de cristal hexagonales.

Tal vez lo soñé, aunque la piedra está sobre mi mesa de trabajo, como también soñé que en la confluencia del Boeza y el Noceda está la villa romana Interamnium Flavium: las ruinas aparecieron cuando se hizo la autovía (también conservo una tégula salvada antes de que la sepultaran con hormigón). Discutí entonces con Susi, que era el alcalde, pero nadie movió un dedo para desviar la autovía y salvar una villa romana, nuestra villa romana, en las augasmestas del Boeza y el Noceda, es decir, San Román, donde mi tía Angelines encontró un hacha paleolítica que se conserva en el Museo de Bembibre.

Pero, ¡qué más da!, todo sepultado bajo el puñetero asfalto: “Las obras dan mucho trabajo en los pueblos de alrededor”, dijeron, pero ya se ve que no dieron nada pues los pueblos están vacíos y por las autopistas vamos y volvemos, camino de las capitales infestadas, los arqueros de los Juegos del Hambre.

Pueblos casi vacíos, como Rodanillo, protegido en el regazo del monte, que antes estaba a un paso de San Román, pero lo han movido de sitio.

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Foto: Tomás González Cubero, a los 93 años, ante la casa de los González en Rodanillo.

Galería de fotos cortesía de David González.