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—Objetivo 2030 de la ONU: proteger los ecosistemas marinos y costeros de la contaminación terrestre y detener la acidificación de los océanos.

—Los océanos son el gran basurero del mundo, la cloaca del consumismo.

—Hemos perdido la cuenta de las toneladas de plástico y sustancias  tóxicas que acaban en una ballena o en la sangre de un pingüino.

 

La sorpresa sucedió en 2017 a bordo del buque oceanográfico Hespérides que trasladaba a los expedicionarios de la campaña antártica. Surcábamos las aguas —que suelen decirse peligrosísimas, pero aquel día tranquilas— del Paso Drake, cuando el geólogo Jerónimo López desplegó sobre la amplia mesa de la camareta de oficiales un mapa fantástico.

Un mapa nunca visto antes por ninguno de los científicos e investigadoras reunidos en torno a la mesa, ni por el comandante Dapena y su tripulación: el Bathymetry and Geological Setting of the Drake Passage, la primera representación batimétrica del fondo marino en la franja comprendida entre Tierra del Fuego y la Península Antártica: un área de 1.470.000 km2. La carta submarina de las aguas que estábamos surcando, la radiografía en color de una realidad nunca vista, sacada de una novela de Jules Verne.

Guiados por el dedo de Jerónimo, recorrimos la dorsal llamada Fractura Shackleton, una cadena montañosa de 700 km bajo el océano, con picos de más de 3.000 metros de altura. Como si colocáramos los Pirineos sobre el fondo del mar, entre Cabo de Hornos y las Shetland del Sur.

Un roce de placas tectónicas abrazadas, o solapadas, acarició la quilla del Hespérides mientras imaginábamos el mundo al revés, el universo sumergido, la parte oculta del iceberg y toda la vida abisal bajo nuestros pies, la biodiversidad batipelágica, la salinidad, las ballenas, las corrientes, los arenales y playas, también los volcanes sumergidos. El océano: las tres cuartas partes de la superficie de la Tierra, el 97 por ciento del agua del planeta.

Con demasiada frecuencia olvidamos que el océano está ahí, bajo la lámina plateada del mar que nos gusta contemplar en los atardeceres dorados: más de doscientas mil especies identificadas, tal vez muchas más aun no documentadas por la zoología y la botánica, “la mayor fuente de proteínas del mundo —dice la ONU—. Más de 3.000 millones de personas dependen de los océanos como fuente principal de proteínas”.

¿Y qué hacemos con los océanos? Si desnudamos la poesía y los atardeceres, el mapa del tesoro y los batiscafos de Verne, ¿qué hacemos con las tres cuartas partes del planeta? Básicamente, ciscarnos en ellas.

Cuando yo era niño, todas las porquerías y basuras del pueblo iban a parar directamente a la reguera o al río, igual una vaca muerta que una nevera averiada, aunque entonces la obsolescencia industrial aun no estaba programada. Llevamos siglos y siglos defecando en nuestros ríos, “que van a dar a la mar, que es el morir”, el desagüe, la cañería, la cloaca.

Llevamos 119 años —la lavadora se inventó en 1900— desaguando en las arterias del planeta nuestras aguas sucias, contaminadas con detergentes y suavizantes. ¿Cuántos millones de lavados ejecutamos cada día? ¿Cuántos litros de agua? ¿Cuántas pastillas químicas disueltas en grasas y aceites, con sus conservantes y gasificantes, edulcorantes y solidificantes, se van cada mañana y cada noche por el sumidero hasta la barriga inmensa del océano? En tiempos, el Mediterráneo fue la bañera común de la civilización, hoy es el albañal común de la Europa decadente.

Los océanos, la parte oculta del iceberg, esos kilómetros de inmensas cordilleras bajo el agua, son el gran basurero del mundo: hemos perdido la cuenta de las toneladas de plástico, de los litros de sustancias químicas tóxicas, que acaban en el vientre de una foca, una ballena, en la sangre de los pingüinos. La agresión humana altera todo el ecosistema: la acidez del agua, su temperatura, la calidad de los nutrientes, la cadena trófica, el ciclo de la vida.

El ODS 14 de la ONU, Vida submarina, cómo conservar y utilizar en forma sostenible los océanos, los mares y los recursos marinos para el desarrollo sostenible, interpela nuestra ignorancia submarina. Somos la primera civilización sobre el Planeta cuyas deyecciones comprometen la vida marina. También la vida terrestre, y la atmósfera que respiramos: todo está profundamente relacionado, decía Humboldt.

Afrontar la (i-)responsabilidad del ODS 14 significa revisar por entero el sistema de producción, desarrollo y consumo, el crecimiento, aparentemente sin límites, del que goza una pequeña parte de la humanidad, mientras millones de personas viven en la miseria. Cuando se habla de los ODS, el primer objetivo, a despecho de economistas y empresarios, no es crecer, sino decrecer: producir menos, consumir menos, derrochar menos, contaminar los ríos, los embalses y los mares mucho menos. Parar la locura, abortar este suicidio.

La ONU nos pide que sea en 2020, 2025 ó 2030, pero mejor si empezamos mañana, hoy mismo: antes de poner la próxima lavadora o lavavajillas, con su compacta pastillita detergente, cuya tóxica composición usted ignora, piense que esos litros de agua y esos nanoplásticos que ni siquiera verá —¡Todo es tan aséptico y relimpio!— acabarán en poco tiempo en la sangre de un pingüino, en la barriga de una ballena.

Bajo la lámina plateada del Paso Drake, a cuatro kilómetros de profundidad, nuestra inconsciencia acumula nuevos basureros submarinos en las laderas de la Fractura Shackleton. Y sin el mar, sin los océanos, origen de la vida, simplemente no somos nada.

Web de la ONU sobre los ODS.
Alto Comisionado de España para la Agenda 2030.
El nuevo mapa expresionista del tesoro antártico: la batimetría del Paso Drake.
ODS 14: Vida sumergida.