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En la jubilación del mítico director del Instituto Rosalía de Castro.

Disfrutando del lujo de una conversación sin prisas —como él mismo me ha enseñado a cultivar—, estuve tomando café con el filósofo Aniceto Núñez, discípulo de Platón, priscilianista y exconselleiro de Educación de la Xunta que en su época impulsó la creación de las universidades de A Coruña y Vigo.

Después de repasar la mugrienta actualidad política, la conversación entró en materia educativa, disputando acerca de cuántos profesores y profesoras, de los cientos que nos han tocado en suerte, aportaron algo consistente a nuestra formación o dejaron en nosotros algún poso humano, una huella digna de recuerdo. Nos sobraban los dedos de las manos para contar la media docena de “maestros” que estaríamos dispuestos a salvar en caso de incendio.

Aniceto recordó alguna excepción de su paso por el seminario; yo evoqué a don Paco, a Adolfo Alonso Abella, a Xosé Manteiga Pedrares, a don Benito Varela Jácome, a don Manuel Rabanal, a Guillermo Domínguez, “y tú mismo —dije al heterodoxo berciano—, aunque no me diste clase, fuiste el mejor jefe de estudios de mi bachillerato”.

Aniceto, que hacía las veces de director por incomparecencia del titular, impulsaba el acorazado Potemkin de un cineclub clandestino, una revista escrita por alumnos donde di mis primeros pasos, y mucha higiene mental, todo ello antes de la muerte de Franco, el dictador que los universitarios actuales no saben si datar antes o después de los Reyes Caóticos.

Diez años después de Aniceto, tuve el privilegio de trabajar con otro excelente director de instituto, Pepe Fortes, en A Xunqueira de Pontevedra, donde también seguíamos haciendo democracia vigilada por las fuerzas oscuras de la boa vila: debates, radio, viajes y un periódico escolar, Xuncos, de contenido muy peligroso. Tanta libertad educativa dentro y fuera de las aulas ponía nervioso a más de un preboste inmortalizado al pie de la cruz entre los caídos de piedra de la Alameda. [Han pasado otros veinte años y seguimos hablando de los caídos y del señor que tenía el culo blanco, ¡qué país!].

Aniceto y Fortes concebían un proyecto educativo, una cierta idea aristotélica y roussoniana de pedagogía en libertad; y sus discípulos les debemos un profundo estímulo intelectual, la pasión por aprender, la curiosidad, el respeto a la opinión ajena. Como mi primer educador —don Paco Oviedo, maestro de la República represaliado por el Señor de los Caídos—, Núñez y Fortes son herederos de la Institución Libre de Enseñanza.

En esa misma estela de librepensadores, he tenido la suerte de conocer y disfrutar a otro director humanista —especie en vías de extinción—: Ubaldo Rueda Soto, quien este 31 de agosto deja la dirección y las aulas del Instituto Rosalía de Castro, después de treinta y tres años al timón.

Ubaldo Rueda —enciclopedista, que estuvo con Sartre en París en mayo del 68— no ha sido mi director, sino el de mis hijas Sandra y Alicia Carrera Castaño, que también este verano de 2018 pasan la página del bachillerato y emprenden nuevos caminos: cambio de época. Escribo por mí y por ellas, en agradecimiento al derroche de generosidad y afecto del veterano profesor que a partir de hoy va a latar clases y disfrutar de su merecido jubileo.

Durante cuatro años, Sandra primero y Alicia después, han sido alumnas orgullosas del IES Plurilingüe Rosalía de Castro: el tesoro de la formación recibida les acompañará como una mochila amable y útil, un paspartú del que Ubaldo Rueda ha sido, como quería Sócrates, partero y alfarero, cómplice de travesuras, paño de lágrimas y sembrador de horizontes. Más que profesor, amigo de sus alumnos y alumnas; más que director, testigo de sus sueños adolescentes.

En esta despedida del centro, nuestra gratitud es también para el resto del claustro —perdónenme si solo cito a Milvia, a Daniel Bravo y a mi amiga Elena Gómez Gálkina—, porque todos han contribuido a llenar de valiosos tesoros el bagaje inmaterial de Sandra y Alicia, y el de sus compañeros y compañeras, estas nuevas generaciones en las que los viejunos se empeñan en no creer, ignorando que han venido para quedarse… al menos hasta que llegue la generación siguiente.

Cambio de generación y de ciclo: Pepe y Aniceto disfrutando del otoño dorado, el afrancesado Ubaldo Rueda entrando ligero de equipaje y ávido de lecturas en las mieles de septiembre; yo observo mi propia hora y contemplo el futuro ilusionado de Alicia y Sandra, continuadoras de la primera generación de alumnas del Rosalía, de las que casi todas fueron universitarias, cuando las mujeres no estudiaban y doña Pura Lorenzana —la primera directora del Rosalía—, rompió el molde, nada menos que en 1942.

Desde entonces ha corrido mucha agua por los picheles del claustro de San Clemente, que fue Sociedad de Amigos del País, y casa de Domingo Fontán, de Valle Inclán, de Saramago, de Murakami, de Stephen Hawking y de Ubaldo Rueda, nobel compostelano cuya estatura como director de instituto, como humanista y como persona se mide por el inmenso afecto y gratitud de miles de alumnos y alumnas, como Sandra y Alicia, que comparto en este abrazo, con el deseo de mil primaveras más para Ubaldo.

[Fotos: archivo del centro y La Voz de Galicia. El libro O instituto Rosalía de Castro e o colexio San Clemente”, editado por la Xunta de Galicia y el Concello de Santiago en 2012, recoge la historia del centro y da testimonio de la extensa e intensa obra educativa de Ubaldo Rueda y sus sucesivos equipos, durante los 33 años como director del IES Rosalía de Castro].