Enrique Gil murió en Berlín en 1846, a los treinta y un años de edad. Sus libros y papeles fueron vendidos para pagar deudas, de modo que tal vez haya manuscritos inéditos en la trastienda de algún anticuario berlinés. La posteridad ha conservado treinta y dos poemas dispersos en periódicos de la época o declamados en el Liceo, donde Gil frecuentó la amistad de Espronceda y Zorrilla. Tras su muerte, el escritor berciano quedó en el olvido hasta que en 1873, los amigos reunieron sus poemas en una edición cuyo valioso facsímil, digitalizado por la Universidad de Toronto, acaba de ser reeditado con el primer volumen de la Biblioteca Gil y Carrasco.
Nuestro poeta fue el primer postromántico; se anticipó en tres décadas a la poesía de Bécquer, Rosalía y Carolina Coronado, extiende su influjo hasta el modernismo e impregna toda la lírica posterior. Aunque poco leído y menos estudiado entre nosotros, su obra y su influencia en la poesía posterior ha sido estudiada en importantes centros extranjeros. Así, el profesor Michael P. Iarocci, de la Universidad de Berkeley (California), ha escrito la obra “Enrique Gil y la genealogía de la lírica moderna”, imprescindible para comprender las claves poéticas del romántico villafranquino. El minucioso ensayo de Iarocci nos descubre un Gil en la estela de Byron y Shelley, seducido por el panteísmo de la Naturaleza. Con frecuencia se ha alabado las descripciones del paisaje en El Señor de Bembibre o en El Lago de Carucedo, en cuyos párrafos virtuosos el novelista eleva el paisaje del Bierzo a categoría sobrenatural y adora su belleza, rendido de admiración.
Por ello seguimos leyendo como actuales sus poemas y sus relatos, que contienen intensas cargas de profundidad. Tal era el poeta Enrique Gil, el primer paisajista y defensor del Bierzo.
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