En Galicia, a tantos de junio, firma y sello, atte., suyo seguro servidor, que besa su mano, Vº Bº y plácet. Amén.
La Ley 30/92, la más incumplida a diario, de las muchas leyes que en este país constan en el BOE para risa y escarnio general, garantiza unos cuantos derechos del ciudadano ante la Administración. Por ejemplo, el derecho a no presentar documentos que ya consten en poder de la Administración actuante.
Pero el funcionario muy ocupado, perezoso o inerte, con el poder que le confiere estar al otro lado del mostrador, se encoge de hombros y espeta “le falta el certificado; ¡siguiente!”. En el año 2013, cuando nuestros hijos e hijas monitorizan sus adolescencias por WhatsApp en tiempo real y articulan sus vidas con wifi, la Administración, toda ella y en conjunto, sigue siendo vieja, rancia, oxidada, antigua, desfasada, esclerótica, cara, ineficiente.
Estremece entrar en cualquier juzgado y ver las pilas de legajos acumulados por el suelo, sin aparente orden ni diligencia. Estremece ver cómo una matrícula escolar o un trámite en Hacienda siguen siendo una cola, un montón de papeles inservibles que acreditan la nada. ¿Ha traído usted el poder? Lo muestras y la funcionaria lo mira por encima: comprueba que en la primera página dice Empresa Tal, nadie lo bastantea, pero guarda el lote de fotocopias y lo grapa, ¡ah, la eterna e imprescindible grapa decimonónica!, lo grapa al expediente: clas, clas. Ha cumplido el trámite, salvo error u omisión, como diría Montoro, ese poeta.
También lo cumplió aquel notario y el otro registrador, todos por el libro, y los libros de cuentos (que no de cuentas) se depositan a millares en las sentinas de los registros mercantiles: cúmplase el procedimiento. La apariencia formal y la burocracia legalista ocultan y amparan el vacío y la estafa: “Teníamos todas las auditorías satisfactorias y los acuerdos del consejo de administración y de la comisión de control se tomaban con escrupuloso respeto a la legalidad”, afirmó la semana pasada, jactancioso, el exdirector general de Caixa Galicia, Méndez, ante el Parlamento Gallego. ¿De qué nos ha servido tanta legalidad, tanta fotocopia, tanto poder notarial grapado al expediente, tanto trámite absurdo, tantas actas y más actas, montañas de papeles que hoy son escoria?
Las verdaderas actas, las actas de la infamia, son las que ahora se escriben en los periódicos y noticiarios: en ellas aflora la verdad que no necesita cuño ni sello oficial. Para legalizar una simple firma te ponen tres sellos, como en la época de Felipe II, pero yo no le vi la cara al Notario que certificó que la firma es mía y la finca de la Infanta. “Le falta el sello de la empresa” te espeta el funcionario, como si el tampón morado fuera la ley de Salomón. “Mi empresa no tiene sello”, y se marcha rezongando, a consultar con el jefe de negociado si admite o no la maldita instancia “sin sello”. ¡Qué país, cielos, de inercias y rutinas, de polillas y naftalina, de administradores feudales y ciudadanos vasallos, qué hartazgo de reglamentos y procedimientos!
Con la ley en la mano desahucian familias; con la más escrupulosa legalidad, han saqueado las cajas y han robado los ahorros humildes; con poderes autorizados firmaron actas mendaces, pero eso sí, llevaban el membrete y el sello y la firma y la auditoría grapada y la certificación del secretario y el visto bueno del presidente y, bajo las alfombras, todo ello tenía un intenso olor a alcantarilla.