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―La humanidad, la cultura y la ciencia nunca han avanzado en línea recta. La historia nos indica que el progreso es una tarea lenta.

Les confieso que tengo dificultades para recordar los nombres de algunos ministros de España y tampoco sé quién es la subdelegada del Gobierno en mi provincia, ni el rector de la universidad donde estudian mis hijas. Si me preguntan por la mujer del alcalde, pondré cara de sorpresa.

Sin embargo, podría darles unos cuantos detalles de la esposa de Biden y del marido de su vicepresidenta, Kamala Harris. Por supuesto, todos conocemos las medidas de la señora Trump ―usada por su marido como florero―, aunque en cuatro años como Primera Dama no se le haya oído ninguna opinión inteligente. Sabemos mucho más de Estados Unidos que de nosotros mismos y de nuestros problemas, como corresponde a Hispania, una pequeña colonia del Nuevo Imperio Romano.

Ha ganado Biden y ha caído Trump. ¡Bien!, yo también descorcho el champán reservado para pasar la Navidad confinado. Pero mi alegría es frágil.

Hay 80 millones de estadounidenses ―casi la mitad de sus votantes― que han apoyado la opción suicida de Trump. 80 millones de personas que desoyen el cambio climático, están contra el Acuerdo de París, se ríen de las mascarillas y de las vacunas, escupen a la ciencia, abandonan y boicotean la Organización Mundial de la Salud, y hacen bandera de la confrontación y del odio a lo distinto, y a lo diverso.

No es para alegrarse, ni en Estados Unidos, ni aquí, en la periferia colonizada, donde esos mismos trumpistas son ya la tercera fuerza política de España; y aún diría la segunda, si sumamos los muchos trumpistas de la derechita cobarde. Unos y otros, aquí y allá, suman casi la mitad de la ciudadanía. Y no es para alegrarse.

Una de cada dos personas con las que trabajo o tomo café cree que la tierra es plana, desconfía de la ciencia, se ríe de la vacuna y niega el cambio climático en nuestras narices. No son desconocidos: son hermanos, familia, convecinos, amigos y amigas muy muy cercanas; tampoco son analfabetos, sino profesionales con estudios y títulos, con trabajo y responsabilidad.

Escucho sus opiniones con respeto ―también las de Trump―, sin caer en ninguna provocación ni insulto; sin superioridad moral (que no tengo, pero tampoco les concedo a ellos); intentando comprender el negacionismo, el fenómeno social, político, ideológico que atraviesa y divide nuestra sociedad en este concreto momento.

La humanidad, la cultura y la ciencia nunca han avanzado en línea recta y a velocidad de vértigo. La historia nos indica que el progreso es una tarea lenta; llevamos siglos intentando salir de las teocracias o combatir cualquier forma de inquisición. La superstición y los profetas son moneda corriente en tiempos de crisis. Trump es un nuevo profeta Jeremías, un telepredicador cuyo mensaje simple y eficaz cala los huesos de una sociedad que es aun medieval en muchos aspectos.

Frente a esta calamidad, solo queda evitar la confrontación y el odio (que es su caldo de cultivo favorito), y seguir apostando por la cultura, por la ciencia, por la investigación, por la igualdad, por la democracia, por el respeto. Y eso es lo que procuro hacer con los trumpistas que me rodean, que son muchos y muy cercanos. Créanme, no es fácil; pero, como Galileo Galilei, no pierdo la esperanza. Frente a lo que diga la Inquisición y sus profetas, el cambio climático es una evidencia científica y la tierra redonda se mueve alrededor del sol.

La primavera avanza.

[Foto portada: Melania Trump, EPA].