Necesitaba un asunto para mi artículo semanal en LNC, de modo que le rogué:
—Háblame del amor.
—¿Pero no es un blog de ecología? —dijo ella.
—¿Conoces algo más ecológico y ecologista que el amor?—repuse.
Sentados en nuestro banco, en el mirador donde habían ido envejeciendo juntas nuestras miradas, el Atlántico, a nuestros pies, nos abrazaba con gotas de salseiro que el viento depositaba con delicadeza en mi rostro, y en el suyo, iluminado por la misma sonrisa que el primer día, cuando “éramos unos niños” y Patti Smith escribía para nosotros sus canciones.
—Háblame del amor —le supliqué, tecleando versos con mis dedos sobre su hombro desnudo. Ella contuvo la respiración y miró al mar, y el mar paró por un instante el ir y venir de las olas y respetó su silencio.
—Se llamaba Fernando. Nos juramos amor eterno y lo cumplimos hasta su último día. Por medio, una vida que son mil vidas: conocí al que sería mi marido, un buen día nos casamos, tenemos dos hijas preciosas; es un buen marido y un buen padre, la vida ha sido amable conmigo.
—¿Qué pasó con aquel primer amor? —dos gaviotas y un alcatraz detuvieron su vuelo para escuchar la respuesta.
—Fernando comenzó a meterse en las drogas; en aquella época podía habernos pasado a todos, a ti, a mí, ¡qué sabíamos! Le tocó a él: el más guapo, el más risueño, el más cariñoso, el más dulce. El más frágil: los chutes de heroína fueron agrietando su vida como un martillo sobre un cristal delicado. Un día lo encontré en la calle, muy tirado, se acercó a mí y me pidió dinero. Sentí mucha vergüenza y una infinita tristeza.
Mis dedos habían dejado de escribir versos sobre su hombro, atrapados en la quietud de una caricia. Las gaviotas y el alcatraz, posados en el borde del acantilado, nos miraban intrigados.
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