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Nos queda la memoria: al menos, la memoria

[La XLIII Fiesta de la Poesía, felizmente rescatada, que nos convocó este fin de semana en las calles y en la alameda de Villafranca del Bierzo, rindió merecido homenaje al poeta Antonio González-Guerrero (Corullón, 1954-2004). Recupero en su recuerdo este texto escrito por mí en 2009, desde la amistad y el afecto].

La preparación del Viaje interior por la provincia del Bierzo  me está obligando a un ejercicio de lectura y relectura de mis autores bercianos preferidos, que está siendo una extraordinaria fuente de placer y satisfacción, a la que no puedo dedicar todo el tiempo que me gustaría. A modo de viaje literario, he revisitado mi colección de poesía berciana, que es nuestro género más caudaloso y sin querer, cogiendo de aquí y de allá, he reunido una decena de libros de Antonio González-Guerrero, con quien compartí columnas en Aquiana, cuando los dos éramos “tan” jóvenes.

Su ausencia reciente, imprevista, me ha cogido por sorpresa; pero todas las muertes son inesperadas, incluso las más previsibles. La de González-Guerrero es sentida, porque a lo largo de veinte años habíamos ido trenzando un hilo de correspondencia en la distancia, que me hacía sentirme unido a su magnífica poesía.

De la colección que he apilado sobre la mesa, me sorprenden en primer lugar los títulos que Antonio escogía para sus libros: El peso de mi sombra, Los tres estados del alma y otros relatos, No le pongas grilletes a la aurora, Amalur, Génesis del recuerdo, Memorias de la desesperanza, Poemas del corazón ausente, Bajo la agria luz de los cerezos, Carta irlandesa, Los dioses y los días, El país de la nieve, Tomaré nuevamente la palabra, Pentagrama de junio, Recurso a la memoria y, al fin, Catulo en Malasaña.

Los títulos todos, ensartados en un hilo de seda, componen un nuevo poema heraldo de una obra entera, sólida, coherente, generosa.

 

 

 

 

 

 

 

 El peso de mi sombra

Dejaré que hable la amistad y el afecto. Abro la humilde tercera edición en la Colección “La otra palabra”, Mataró, 1982. Tengo, como muchos, la costumbre de guardar notas, apuntes, cartas, recuerdos, entre las páginas de los libros leídos; como pétalos secos conservan el aroma y cuando vuelves a ellos te transportan recuerdos frescos.

En la solapa de El peso de mi sombra guardé una tarjeta manuscrita de Antonio González-Guerrero, Paseo de las Delicias, Madrid, podía haber puesto de no ser tan humilde, paseo de las Delicias, Corullón. La tarjeta de 13-9-82, me felicita por un pequeño éxito profesional y añade:

“Para los que amamos El Bierzo, el éxito de uno de nuestros paisanos lo recibimos como algo nuestro. [El peso de mi sombra] es un libro de juventud con sus altibajos, pero es también el libro de las ilusiones; es decir, la culminación de un deseo de ver nuestro nombre en letra de imprenta, que tenemos los jóvenes escritores y poetas -¿vanidad?-, cuando todavía no hemos publicado nada. Después, las cosas cambian y uno piensa que los versos estarían mejor en el cajón”.

Así era Antonio González-Guerrero: la amistad en la distancia, la humildad del poeta joven que duda de su propia valía, el tesón de los versos construidos noche a noche, labio a labio. Y en soledad. Este primer libro es, ya lo dijo su autor, juvenil, impetuoso, inocente, travieso y a veces procaz: “Cierran los tulipanes su encrestada vagina de amarillo himen”.

Poemas carnales y húmedos en los que afloran besos, lágrimas, pupilas, suspiros, ecos románticos, rebeldía adolescente:

Ayer. Fue solo ayer y ya han pasado
enjambres de primaveras preñadas de miel
y acíbar.

Vino luego Los tres estados del alma, escrito en la Escuela de la Vida, con dibujos de su hermana Albertina, y pronto el luminoso “No le pongas grilletes a la aurora”: te creyeron gaviota y eres verso.

En 1984, Antonio publica Amalur, dedicado “a mi Bierzo amado, que me diste la sonrisa y la lágrima en octubre”, en el que incluye una breve Obertura de Cristóbal Halffter.

Tu voz me llega, Amalur, desde los mares,
sobre el tacto mojado del amigo,
perdida entre las crestas de los viejos
tímpanos de mi verdad ensordecida,
hoy que en el corazón mandan las sombras
por miedo a esa palabra que apenas te pronuncia.

En 1994 recibí, como siempre dedicado de su puño y letra, Bajo la agria luz de los cerezos: “Te comunico, amor que hay una Guerra”, que tiene más de aforismo y pensamiento que de poesía: “El amor no es un lobo que acecha en los caminos; es un río de azahar donde la vida bebe”. Poemario del que quiero destacar el “Llanto por un amigo enamorado”: Y lloro tu derrota como si fuera mía.

Dos años después, en el 96, apareció una preciosa edición de Carta irlandesa, un libre muy breve y original, más histórico que lírico. En ese mismo año, El país de la nieve representa un momento culminante en la obra de Antonio González-Guerrero, donde cada verso es una raíz afincada en lo profundo, indagando el origen:

Durante largas noches los bardos recorrieron las montañas con las liras ardiendo y el sagum de lignito orlando los caballos.
Buscaban el país del muérdago y el roble, del alce redentor
y las bestias sagradas.
(…)
Aquí estuvo el país del fuego  y de la nieve, de las cigüeñas rojas y los dioses tardíos.
La piedra del perdón donde oraron los celtas, y el valle del silencio donde mi alma se habita.
Aquí estuvo el país del sacho y de los bueyes, de las vírgenes dulces y el castaño manso.
País de los alisos o de las vides verdes. Y acacias de algodón que en junio se apedrean.
Aquí estuvimos todos, que la memoria es río que lejos de agostarse se hace invierno y perdura.
Aquí estuvimos todos en la entraña del tiempo. O en ese campo santo donde yacen los mártires.
País para la unción, cenobio del errante;
Terruño de humildad donde vengo a morirme.

Vinieron años de lejanía, pero Antonio reaparecía como un guadiana insumergible, con su Pentagrama de junio y su Recurso a la memoria (léase: “En Corullón, una noche de verano, una joven esposa sorprende a su marido haciendo el amor con un adolescente”), hasta llegar a Catulo en Malasaña, editado aquí mismo por Hontanar, que es una obra de rotunda madurez, sin titubeos, clara y concisa como el alba, sin máscaras ni aspavientos, desnuda la verdad. Poemas como Carpe Diem, visitas a la Ilíada, a los clásicos griegos y latinos: un Vesubio de nieve en Malasaña.

Estoy seguro de que antes de partir y dejarnos la memoria, “al menos la memoria”, Antonio González-Guerrero dejó guardados muchos versos en ese cajón del que apenas se atrevía a sacar sus primeros poemas. Quizás el futuro nos depare un nuevo poemario inédito, pero entretanto, te invito lector a coger cualquiera de los libros de poesía de Antonio y salir esta primavera a pasear, como hiciste cuando tenías quince años y leíamos en alto las rimas de Bécquer, recostados entre las amapolas.