De tener una creencia, si hay que tener alguna, creo en la existencia de los hilos invisibles, haces de empatía, quién sabe de qué átomos hechos y de qué moléculas de luz, que tejen las telas de araña en las que el destino se atrapa a sí mismo. Un hilo invisible, con hilvanes que pasan por Trento, Sálvora, Barna y El Bierzo me ha cosido a la piel los fantasmas de piedra de mi niñez, escritos a mil kilómetros de distancia por mi hermano mayor, al que nunca conocí, por mi amigo ausente, al que he reconocido bajo los harapos de mendigo, como Telémaco a Ulises. Mendigo del tiempo.
Mi hermano de Erto se llama Mauro Corona y ha escrito el libro Fantasmas de piedra editado por Altaïr, con traducción a flor de piel de la filóloga berciana Álida Ares [Villadepalos, 1955]. No les conozco, nunca nos hemos visto; pero sabemos los tres que nos unen los hilos invisibles del afecto y una infancia común. Somos hermanos porque somos hijos de los mismos fantasmas de piedra. Para leer el manuscrito de Mauro Corona me he sentado frente al mar atlántico, en una playa sin TV ni móvil, sin periódicos ni cajeros, sin supermercados ni coches, una isla donde se para el tiempo. Esnifo el relato y mis pulmones se ensanchan; luego contemplo el horizonte y escucho la voz interior de Labordeta, “somos como esos viejos árboles batidos por el viento…”.
Fantasmas de piedra cuenta con todo detalle mi infancia en Rimor, la aldea del Bierzo donde vivieron y murieron mis abuelos. Con delicadeza, para no desvelar nuestros secretos de familia, Mauro sitúa su relato en Erto [Dolomitas, Norte de Italia], pero es solo un truco literario porque, salvo esa ficción, todos los demás detalles hablan de mi infancia “cuando Rimor era el mundo”.
Las trescientas páginas de Fantasmas de piedra recorren la espina dorsal de la inocencia-única-patria-y-siempre-exilio. El ciclo anual -invierno, primavera, verano, otoño- condensa una vida entera. Así como el desarrollo del huevo sintetiza el de la especie [la ontogénesis recapitula la filogénesis, afirmó Haeckel], las cuatro estaciones de Fantasmas de piedra reconstruyen el vía crucis vital de Mauro Corona, el mío y quizás el tuyo, lector. Nada somos sin las raíces, sin los nutrientes de la memoria, sin beber de nuevo en el agua fresca del pozo izada a pulso en el caldero de latón que, al cabo de la soga, nos depara la inacabable roldana.
Mauro desanuda en la memoria del lector el hilo íntimo de la infancia compartida en la lejanía: el campanario donde ya nadie voltea ni repica, la leña apilada en la calle Alta, “tenía que curar al menos durante un año”; el horno del pan y la taberna siempre abierta; los artesanos de la madera y el hierro, el ataúd de estiércol, las historias del cementerio contadas junto al lar por la abuela –la misma abuela gallega que inspiró a su nieto García Márquez; podría haber sido ertana o berciana-; los huertos inertes, los espíritus, y la llegada de la primera ducha, “en aquellos tiempos nos lavábamos en un barreño, a menudo con un pedazo de jabón hecho en casa mezclando grasa animal y sosa cáustica”. Podría aportar al relato mi primera foto, un mamoncete en un balde de cinc. Casas sin ducha y con letrinas de madera, cuando no a la cuadra de los conejos, y esto ocurría hace apenas treinta y cinco años. “Ha habido más cambios en los últimos treinta años que en los doscientos precedentes”, se sorprende Mauro Corona en su paseo por las calles de Erto, habitado por los muertos.
La aldea fue arrasada en 1963 por una ola gigantesca, un tsunami de 250 mts. de altura, provocada por el derrumbe del monte Toc (“podrido” en ertano) sobre el embalse de Vajont que fue el de Vegamián que fue el de Ribadelago que fue el de Bárcena que fue el de Riaño. “La única cosa que todavía funciona en el pueblo es el cementerio”.
En su paseo solitario por Erto, Mauro Corona nos lleva de la mano y va colgando versos en cada recuerdo: “el ala de cuervo de la noche; el tiempo, bronceador de los siglos; los ojos azules como la genciana; la tristeza del cementerio es dulce; en otoño llueve melancolía; las estufas bailan la tarantela; a los muros les han crecido barbas de niebla congelada; el viento lanza alfileres de hielo a la cara; sin amor no se resiste el vagido del tiempo; la taberna del Cacciatore era un puerto de mar”. Álida Ares escribe su traducción sobre la pizarra escolar con primorosa caligrafía, encontrando las palabras que dormían en el desván: picadura de cuarterón, duelas, maseras, escudillas, cuévanos, mazar la leche, picar la guadaña, llevar la vaca al toro, el aseladero del gallo, el marsupio de la camisa, el vino denso y oscuro como sangre de cerdo, el olor de los geranios. Es como si Mauro y Álida se hubieran sentado con el lector amigo al caer la tarde para conversar sin prisa en la taberna de Altaïr, como la de Cacciatore, un puerto de mar.
Un puerto donde Corona lee a Borges y a Chejov “no seamos charlatanes y confesemos francamente que en este mundo no se entiende nada. Solamente los imbéciles y los charlatanes lo saben y lo comprenden todo”. Sentados en el Macondo del tercer milenio –una comida al día y una botella de vino; encender la lumbre y trabajar con las manos- para aprender de la sabiduría de Mauro: “El placer de la bondad que se hereda; la naturaleza advierte siempre a los hombres cuando cometen errores; no se puede meter la vida en el banco esperando retirarla con intereses, solo lo fugitivo permanece y dura”. No quiero ahorrar al lector una última perla de profunda sabiduría: “Del hombre solitario he aprendido muchas cosas: a dejarme de broncas, a no enzarzarme en discusiones inútiles, a darles la razón a los estúpidos con tal de perderlos de vista, a perdonar y a no vengarme. Me enseñó a pensar antes de hablar y, después de ello, no abrir la boca”.
Las valiosas páginas de Mauro Corona en su deambular por las callejas de Erto son una guía espiritual imprescindible para reencontrar nuestros fantasmas de piedra: “Se necesita un buen ejercicio de introspección para retornar al buen camino. Tal ejercicio puede durar años..” Aprender que nada somos sin memoria. Nos sobrecoge la presencia cotidiana de enfermos de alzhéimer que habitan su cuerpo como fantasmas de sí mismos. Ojalá los médicos encuentren la solución a esta enfermedad. Hay, sin embargo, otro tipo de alzhéimer que nos entierra en vida: aquel que nos hace olvidar quiénes somos, de dónde venimos, quiénes fueron nuestros abuelos, cómo vivieron y sintieron, cómo criaron y murieron. Esa ausencia de memoria es una enfermedad moral de nuestro tiempo que todo lo tira, también la memoria. “Tirar es un verbo del tercer milenio” que se combate mirándose en el espejo límpido de los Fantasmas de piedra, recuperando la infancia con la ayuda de este hermano mayor, Mauro Corona, gracias a los hilos invisibles de luz y de energía que hilvanan mi corazón y el suyo, el de Álida y el de Pep, y el tuyo, lector o lectora amable que te detienes aquí y levantas la vista “mirando a lo lejos, hacia quién sabe qué recuerdo”.
[Fantasmas de piedra, de Mauro Corona, Editorial Altaïr, 2011, Clásicos Heterodoxos, traducción de Álida Ares]