Mi amiga Ire, firma partidaria del transporte público y de todo lo que sea compartir, viajó a Sevilla con su madre, de 86 años, y cuando le propuso una excursión a Granada en Bla-bla-car, la buena señora se alarmó un poco ante el peligro de viajar con un desconocido. Ya saben ustedes, el miedo, el argumento más poderoso de los gobiernos, de las empresas petroleras o de las costumbres sociales que nos dominan. El caso es que la madre de Ire fue y volvió de Granada feliz, sin dejar de conversar un minuto con un encantador y desconocido chófer.
Ahorrar combustible y contaminación, y reducir gastos de viaje: la palabra mágica es “compartir”; frente a la locura totalitaria de “un hombre/una mujer, un coche”, necesitamos urgentemente compartir vehículos, autobuses, trenes. Convertir todo el transporte, de cualquier naturaleza, en transporte público (no en el sentido de la propiedad, que es otro debate, sino del uso, como hacen los compañeros que van a trabajar juntos, llevando el coche por turnos).
Celebramos estos días la Semana Europea de la Movilidad (http://www.mobilityweek.eu/) en la que más de 2.300 ciudades realizarán acciones públicas, entre ellas León, Ponferrada y otras 451 poblaciones españolas, incluidas de momento las catalanas.
Día sin coches, carriles bici, día de la bicicleta… cientos de iniciativas a lo largo y ancho de Europa para concienciarnos de cosas tan elementales y sencillas como usar menos el coche y caminar más. Bien está que se haga una llamada de atención sobre la Movilidad Sostenible, pero una vez más nuestras autoridades se quedan en la cosmética, una mano de barniz que no altera el orden de las cosas. Un orden basado en la cultura del petróleo, que en realidad es un absoluto caos.
El documento Estrategia española de movilidad sostenible (Ministerio de Fomento, 2009, anticuado porque el actual Gobierno no ha movido ficha en ocho años) está lleno de buenas intenciones, pero como decía san Apapurcio, “de buenas intenciones está empedrado el infierno”.
Este infierno en el que nos ha ido atrapando la civilización del petróleo es un inmenso negocio que compromete el futuro de nuestros hijos y del planeta; un imperio ardiente, en permanente combustión, que hipoteca nuestro modo de vivir, igual que otros infiernos como el negocio de la basura o la alimentación transgénica.
El Petróleo es el nuevo dios omnipresente, omnisciente y todopoderoso, al que todos los Gobiernos rinden pleitesía y pagan generosos tributos. Suyo es este Imperio de la Combustión que carece de límites: desde las plataformas petrolíferas hasta el último taller, pasando por las refinerías, el transporte de gasolina y gasoil, las gasolineras, los subproductos, los fabricantes de vehículos, los concesionarios, las compañías de seguros, de neumáticos (que luego hay que eliminar), los constructores y asfaltadores de carreteras y autopistas…
¡Ah, divino Petróleo, qué grandes fortunas has hecho a la vera del automóvil! Tus profetas en esta tierra —Exxon, Gazpron, BP, PetroChina, Repsol— cuentan los millones de euros que ganan en tu nombre; pero callan los millones de muertos que propicias con tu nuevo apocalipsis.
La civilización del petróleo (que abarcará los siglos XX y XXI) morirá de éxito, asfixiándonos a todos antes de su derrota final, que no veremos. La cultura de la gasolina y del humo, y de la carbonilla, y del asfalto, y del cemento, y de los parkings, y de los basureros de neumáticos de alto potencial tóxico que de repente se incendian solos y envenenan al vecindario, se oponen a todo cuanto gustaba a Thoreau, padre de la ecología, en su cabaña de Walden; o a Schumpeter: “Lo pequeño es hermoso”.
Bienvenida sea esta inútil Semana Europea de la Movilidad, inútil si nos quedamos en las buenas intenciones de los papeles oficiales y los eventos cosméticos, y no cuestionamos al dios Petróleo y su Imperio de la Combustión radicalmente (es decir, atacando la raíz del problema). Empecemos por imaginar un día sin coches, una semana sin humos, un mes sin echar gasolina, un año compartiendo transporte público o un Bla-bla-car, como hizo la madre de mi amiga, feliz y contenta. Empecemos por imaginar una compra sin bolsas ni envases de plástico —hijitos bastardos del dios Petróleo—, un invierno sin calefacción de gasóleo, una vida más sana y natural, un profundo retorno a los bosques y a la Naturaleza. ¡Arriba las ramas!
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