Me había acogido tantas veces en la hospitalidad de su casa y de su afecto, que un día le dije “te espero a comer”, y preparé el mantel de las grandes ocasiones: lino tejido con el tiempo de compartir, punto de cruz bordado con la aguja y el dedal de conversar, flecos de risas y abrazos. Llegó como era, con esa vitalidad arrolladora que han heredado sus cinco hijas y un hijo. Me traía un detalle, un regalo al que quitó importancia: “es solo un cuchillito de plata”. Una preciosa espátula de untar, de formas redondas, amable al tacto, que lleva veinte años por mesas y lavavajillas, saltando del paté a la mantequilla y de la miel a la mermelada: sencilla, útil, inagotable, fiel, casera, todoterreno y sin filo cortante. Una herramienta filosófica. Con los años, ha ido cogiendo reflejos dorados que me sonríen cada mañana y convierten el desayuno en una meditación. El cuchillito de plata me hace pensar en la sencillez, en la importancia de los pequeños detalles, en el significado de las personas irremplazables que dejan huella en nuestras vidas, en el valor de una conversación, una tertulia, una palabra. No hay mejor regalo. Mucho más que un libro de citas o un tratado, el cuchillito de plata contiene la sabiduría de vivir y la sonrisa, ya para siempre permanente, de Merchi Malvar Figueroa. Su hija pequeña, Blanca, me abrazó llorando: “te quería mucho”. Nos queríamos mucho y nos seguiremos queriendo cada mañana, cuando Merchi me regale su sonrisa de plata.
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