Si te gusta, comparte:

Video blog de Valentín Carrera en EfeVerde:

―El oceanógrafo Pablo Rodríguez Ros nos embarca en su aventura científica por el planeta Mar

Supongamos que llevamos muchos años equivocándonos con el nombre incorrecto. Cristóbal Colón encontró un continente nuevo pero su apellido no entró en la toponimia hasta que Simón Bolívar, en el siglo XIX, cambió Nueva Granada por Colombia. En cambio, otro geógrafo que pasaba por allí, un tal Américo Vespucio, tuvo más suerte y, gracias a un par de fakes news de la época, como la Carta Soderini, con relatos de viajes imaginarios, consiguió que el Nuevo Mundo pasara a llamarse América.

Al planeta Tierra le ocurre algo parecido: está mal nombrado desde que todo era Terra Incognita, porque lo cierto es que tres cuartas partes de la superficie del planeta son mares y océanos, que a su vez contienen el 97% de toda el agua del planeta, que ―por tanto― deberíamos llamar planeta Mar o planeta Océano.

Esa es la propuesta aguda y divertida, pero profunda como la fosa de las Marianas, que nos hace el oceanógrafo Pablo Rodríguez Ros en su libro Argonauta. Peripecias modernas entre el océano y el cambio climático [editorial Raspabook, 2020], una toma de temperatura de las Ciencias del Mar y sus líneas de investigación actuales, cuya lectura os recomiendo.

El cambio de perspectiva que sugiere Ros ―del viejo planeta Tierra al nuevo planeta Océano― es tan sencillo como poner en pie el huevo de Colón, pero ninguno de los sabios supo entonces hacerlo. Este cambio, sin embargo, contiene un verdadero giro copernicano, así como la Tierra dejó de ser el centro del sistema y pasó a ser un planeta más de nuestra galaxia (que no sé bien por qué decimos “nuestra galaxia” a la Vía Láctea, cuando somos apenas una motita de polvo en medio de 400 000 millones de estrellas…).

Pongamos, pues el océano en el centro, el planeta Océano, del que surgió la vida y cuya inmensa masa de agua sustenta todos los demás ecosistemas del planeta y condiciona el clima, la alimentación, el calentamiento global, en resumen, toda nuestra vida y civilización, por muy terrestres que nos parezcan.

Disfrutando el viaje científico de Pablo Rodríguez Ros, he tomado conciencia de esta realidad líquida, submarina, abisal, cuya piel ―“La piel del océano”― navegan los investigadores en busca de moléculas hidrófobas o del gas traza; persiguiendo albatros a bordo del Hespérides o estudiando las zooxantelas unicelulares que anidan en los corales del Pacífico.

El argonauta Ros nos invita a este giro copernicano con una leyenda de la Polinesia: cuando un bebé nacía, los nativos de Mo′orea enterraban la placenta en la isla y tiraban el cordón umbilical al mar, en señal de unión. Seamos como los moreanos: si queremos sobrevivir en nuestra isla, salvemos el planeta Océano. La primavera avanza.