Empezaré por condenar el asesinato de Isabel Carrasco, por convencimiento y para que nadie pueda imputarme incorrección, que en este país, en cuanto te apartas de la doctrina oficial, eres reo de la Santa Inquisición.
Es imposible para un periodista, y más en un medio leonés y berciano como La Nueva Crónica, sustraerse a la tentación y a la necesidad de escribir sobre Isabel Carrasco, a quien conocí, como todos nuestros lectores; la subí en un aerostato en El Bierzo en globo y presentó un botillo mío en Sevilla, donde bailamos fandangos. La he puesto a caldo, políticamente, en mis redes sociales, de modo que ni me quito ni me pongo medallas en esta difícil relación de amor/odio visceral que Isabel despertaba en todos. Descanse en paz.
Mi conflicto es la censura interior, el temor a decir en voz alta lo que pensamos o ni tan siquiera a pensarlo. No es miedo al qué dirán: cualquier cosa disonante será rápidamente tachada de resentimiento (para nada es mi caso, le tenía afecto personal), apología de la violencia (de ningún modo) o simple impertinencia (recién asesinada, no es el momento y antes tampoco porque, para plantarle cara a Isabel Carrasco en los medios, en su partido o en la Diputación, había que tenerlos bien puestos). No tengo miedo a que me lapiden los sepulcros blanqueados, ese coro celestial de hipócritas que dicen en público cosas que no se corresponden con lo que se dice y oye en privado: tanta paz lleves, como descanso dejas. Que aquí nos conocemos todos.
Mi pánico es más profundo. Me estremece pensar en la naturaleza humana y trato de comprenderla: “Hombre soy, nada humano me es ajeno”, sentenció Terencio. ¿Cómo entender algo intrínsecamente irracional como la sed de venganza, el mal, el dolor, la locura? El problema filosófico nos acompaña desde que fuimos expulsados del Paraíso y Caín se enfrentó a Yavé:
—Para ser tú el bueno, necesitabas un asesino, alguien que matara a su hermano. ¿Por qué yo? ¿Por qué me has elegido a mí para ejecutar tus designios? ¿Qué tengo yo que ver en tus planes si aún no había nacido? [Byron, Caín].
Este y todos los crímenes interrogan el lado oscuro del ser humano: es fácil condenar a Caín, “fugitivo serás desde este día, un triste vagabundo por la tierra”, pero convendría no olvidar que, muerto Abel, todos somos descendientes de Caín. Lean este fin de semana a Lord Byron.
La Nueva Crónica, 18 de mayo de 2014