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Escribo esta columna para los lectores de La Nueva Crónica cuando son las tres de la mañana en el Royal Highland de Edimburgo, rodeado de periodistas que, en contra de lo que afirma la leyenda, solo bebemos agua, té y café mientras aguardamos los resultados finales del Referéndum de Independencia de Escocia.

Cuatro millones de escoceses han votado, ¡qué tontería, verdad!, han perfeccionado su contrato social, han ratificado su convivencia en la pluralidad, han permanecido unidos en torno a una sola decisión: demostrar al mundo que Escocia es una sociedad madura, que lleva sus propias riendas pacíficamente.

Créanme, lo de menos es el resultado, porque nadie sensato dirá que pueda torcerse el curso de la historia por un 2% arriba o abajo. Todo eso es palabrería y amenazas baratas: el SI y el NO son un punto de partida, no la meta final. El verdadero proceso empieza ahora: hay que administrar el resultado, seducir, convencer. Mal lo hacen los alcaldes y presidentes que con un respaldo del 30% del censo, se creen los reyes del mambo e ignoran que el 70% de sus conciudadanos no les han votado.

En Escocia eso no ocurrirá: su referéndum es modélico en limpieza y en participación (más del 80%), y en el debate enriquecedor. Los escoceses llevan meses hablando de su destino, de cómo quieren que sea el país.

No se dejen engañar por los «separadores» (mucho más peligrosos que los separatistas): Escocia no es un país dividido en dos; cinco millones de escoceses navegan entre el Atlántico y el Mar del Norte: solamente han decidido buscar un nuevo timonel y cambiar el rumbo. Nada más democrático y sencillo.

No se trata de votar cada día en referéndum el menú del almuerzo o el canal de tv que se sintoniza en el salón, aunque es ejemplarizante empezar por la democracia familiar. Pero haríamos bien en votar más, mucho más, como los suizos. Como mínimo, un referéndum por cada decisión importante: la educación de nuestros hijos, la subida de impuestos, el gasto militar, una central nuclear, las salidas de tono de Bruselas, ¡qué se yo!, mejor pasarse de frenada votando que ese secuestro de la voluntad popular amañado por Zapatero y Rajoy para cambiar la Constitución con nocturnidad y por teléfono.

Votar es limpio, didáctico, sanador, votar en conciencia es ser un poco más libres, dueños de nosotros mismos y de nuestros destinos. No votar como zoquetes cada cuatro años y luego desentenderse: el contrato social ha de ser renovado cada día. Votar es un acto de confraternidad y convivencia, evita problemas, alivia tensiones. Escocia es el ejemplo, ¿se me oye ahí fuera?

La Nueva Crónica, 21 de septiembre de 2014
Publicoscopia: El derecho a decidir sobre cosas importantes